A lo largo de los siglos, la filosofía, la ideología, la religión, el derecho, la ética, la cultura, el arte, la identidad y la política, entre otras categorías del conocimiento, han ido modelando en el hombre su condición de ser social y las costumbres que heredamos de nuestros padres y trasmitimos a los hijos, cual rueda en interminable movimiento.
Probablemente es en el arte donde los seres humanos encuentran la forma de zafarse de las anteriores categorías cuando, reducidos a rehenes de costumbres, aquellas ya no los liberan, sino que los embridan por conservadoras u obsoletas. Entonces, gracias a su sensibilidad, poetas y cineastas, dramaturgos y pintores, narradores, músicos y coreógrafos, casi siempre van a posar sus miradas en esas costumbres para ponerlas artísticamente en crisis.
Las turbulencias entre arte y política, el socialismo se propuso resolverlas, conceptualmente, atenuando su complejidad. El arte y la política, como dos mitades de una misma esfera, no debían oponerse. Es así que sus respectivas vanguardias debían, tenían, que marchar en paralelo e inexorablemente en armonía bajo el loable afán de conseguir la emancipación definitiva del hombre.
Aquel costado burocrático del socialismo, compulsado por el desafío de enfrentar al capitalismo y crear un nuevo modelo, donde el arte debía ser reflejo inequívoco de la realidad, tal y como lo entendía la vanguardia política, sabemos que desembocó en el realismo socialista, cuyas bridas no dieron otro resultado que la simulación, el empobrecimiento y la falta de libertad ante la expresión artística.
Si los cambios sociales no interesan al capital, mucho menos, la redención humana. Generalmente para este —matizo, porque ha habido excepcionales herejías a lo largo de la historia—, lo artístico ha de ser entretenido, luego estandarizado para una mejor y astuta comercialización. Y la política, nada de vanguardia, se da en formato conservador para garantizar la correcta salud de los poderes militares, financieros y mediáticos.
Aunque no le ha salido del todo bien y habrá que seguir pensando, reinventando, el joven socialismo se ha preocupado por que la política favorezca al arte. A más de sesenta años del triunfo de la revolución, y pasando nuestra cultura artística por diversas experiencias, no pocas conflictivas en su relación con la política, hallo como un aporte cubano el haber dejado de insistir en esa glorificación a ultranza entre vanguardias de cualquier signo.
Primero, porque no se decide por decreto que haya vanguardia en el arte y la política. Segundo, porque es terrible cuando no hay vanguardia del lado artístico ni de la política, y esta podría estar aupando a una mediocridad obediente con ínfulas creadoras: asalariados dóciles al pensamiento oficial, como alertó el Che. Tercero, porque limita a la política en su capacidad de escrutar a la sociedad a través del arte más crítico e incómodo, pero auténtico. Cuarto, porque la política suele ejercerse sobre y ante coyunturas, pero el arte no necesariamente. Quinto, porque a la política le es consustancial la propaganda y el didactismo como válidos puentes comunicacionales, y necesitada de estos reasigna al arte tal función, empobreciéndolo. Sexto, porque la política debe ser asequible para todos, pero cuando se le pide esta condición al arte se excluye su capacidad de experimentación, en apariencias ininteligible hoy, pero quizás precursor en el futuro. Séptimo, y último, al desdogmatizar esta problemática se contribuye a frenar la tentación de ciertos funcionarios de resolver dudas, censurando la obra crítica, al erigirse como únicos salvaguardas de las ideas revolucionarias.
El arte por lo general es progresista. La política y el arte tienen distintas naturalezas. Entre estas, que el artista opera sobre la realidad desde la subjetividad, que empieza y termina su obra en un espacio y un tiempo concretos. En cambio, la política tiene que objetivizar la realidad para entenderla y actuar sobre ella, y puede necesitar más de una generación para empezar y terminar determinado propósito. No obstante, en el socialismo, los fines del arte y de la política no deberían excluirse. Ambos persiguen el humanismo, que no es más que el plan de liberar al hombre de las ataduras que lo oprimen.
En el caso del cine, sus creaciones más críticas pueden adelantarse y estar viendo un país que la política no ve, o no ha de ver por determinada coyuntura. Si ese cine lo hace una nueva generación, suele subirle varios grados de temperatura a la observación de la realidad, porque el tiempo de la política crea marcas y huellas que esa generación desconoce al no haberla vivido, o no hace suya tal huella por considerarla envejecida. Toca a la política descifrar, estudiar y acompañar ese pensamiento ideoestético de jóvenes y no jóvenes, que si es auténtico, casi siempre será renovador, por lo que va a transgredir los límites de las costumbres en sus costados conservadores.
En la década de los ochenta, mi generación, desde la Asociación Hermanos Saiz (AHS), pensó y trabajó para que en Cuba, arte, política y sociedad se encontraran en espacios para la confrontación de ideas a través del diálogo.
Teníamos la convicción de que era posible y que lo podríamos protagonizar. Éramos la primera generación de jóvenes artistas nacida en la revolución, dotada de herramientas, conocimientos y sentido de pertenencia. Fidel Castro dio pistas y certezas cuando el 12 de marzo de 1987, en una memorable reunión con la AHS, dijo: «Es preferible los inconvenientes de los errores que se produzcan, a los inconvenientes de una situación de ausencia de crítica».
La caída del socialismo soviético y el período especial malograron ese empeño. Años después, con encontronazos por acá y por allá, es justo reconocerlo, la suspicacia cedió y se abrieron mayores espacios de creación, diálogo y libertad.
Sin desconocer la revolución tecnológica, haber liberado las fuerzas productivas que intervienen en el quehacer cinematográfico ha sido uno de los grandes aciertos de una actualizada política cultural en los últimos años. Este paso reafirma la autonomía del arte, una parte del mismo subvencionado por la política, que es, desde mi atalaya, un aporte del socialismo humanistaen su empeño por acompañar la realización de los cineastas cubanos, y de paso, generarles garantías y protecciones laborales, emocionales, psicológicas, etcétera.
Con la instauración del Fondo de Fomento a la Creación Cinematográfica, la política no nos pide que los cineastas cubanos reflejemos la realidad cual espejo, sino que con plenitud y responsabilidad creadora la expresemos en los alcances, los sueños y las contradicciones de un país que nunca debe dejar de estar en revolución.