En mis clases suelo provocar a mis alumnos diciéndoles que soy nieto de Titón.
Cuando pasan los diez primeros segundos de absoluta perplejidad, les aclaro que lo soy desde el punto de vista intelectual cinematográfico. Y es que dos de los directores que más influyeron en mí, porque con ellos trabajé como asistente de dirección y los vi crear, fueron a su vez asistentes de Tomás Gutiérrez Alea.
Fernando Pérez lo asistió en Una pelea cubana contra los demonios (1971), y Orlando Rojas, en Los sobrevivientes (1979). Par de títulos fenomenales, de grandes puestas.
Fernando sí fue mi maestro, literalmente. En 1985, varios jóvenes concluíamos con él un curso para formar asistentes de dirección. Terminándolo, salí directo para trabajar en Baraguá (José Massip, 1986), como asistente. Tenía veintitantos años.
Recuerdo que Fernando, en la prefilmación de Clandestinos, su ópera prima, insistía en una práctica aprendida de Titón en Una pelea cubana…: que se evitara confeccionar vestuarios, pues prefería la ropa de almacén, que ya tiene la textura y la caída propias del uso, por tanto es más creíble. He aquí un conocimiento, como tantos otros, que me acompaña y que siempre vigilo en mis películas, aun cuando haya que confeccionar.
Luego vinieron Hello, Hemingway (1990) y Madagascar (1994). En ambas, como primer asistente de dirección, pude estar mucho más cerca de su riguroso proceso creativo, del cuidado formal de la puesta en escena y del trabajo con los actores. De él tuve, todavía tengo, la posibilidad de aprender un montón de cosas, particularmente ese regusto por que los fondos aporten y expresen la vida en el encuadre cinematográfico, además del goce adrenalínico de estar en medio de la parafernalia que implica la puesta en una película de época, con extras, autos, rótulos, lumínicos, vidrieras, lluvia, etcétera. Al final de la década de los noventa me pidió acompañarlo en La vida es silbar (1998), pero ya yo estaba en un punto de no retorno como director.
Fernando también fue asistente de Manuel Octavio Gómez en Ustedes tienen la palabra (1973), cuando este hacía años que lo había sido de Titón en Historias de la Revolución (1960). Manuel Octavio era un director que, como Humberto Solás, filmó grandes producciones como La primera carga al machete (1969), Los días del agua (1971) y Gallego (1987), entre otros filmes. En 1986 estuve ocho meses asistiéndolo en esta última película, que nunca llegué a filmar porque se detuvo por asuntos financieros. Cuando apareció el dinero ya yo estaba trabajando en Clandestinos.
Orlando Rojas y Fernando Pérez coincidieron como asistentes de dirección de Sergio Giral en El otro Francisco (1974). Antes, Sergio ya lo había sido de Fausto Canel en Papeles son papeles (1966), compartiendo aquí la asistencia con Oscar Luis Valdés.
Orlando también lo fue de Humberto Solás en Cantata de Chile (1975), y este, a su vez, de Hugo Ulive en Crónica cubana (1963).
Uno también es el resultado artístico, quiéralo o no, de estas genealogías; por ende, dos de mis directores más queridos y respetados comparten un linaje común, enorme: Titón. Y Humberto, en la carrera de Orlando. Ambos, autoridades que representan dos tendencias diferentes en el cine cubano, porque desde singulares maneras penetraron la realidad. Baste nombrar Memorias del subdesarrollo y Lucía, ambas de 1968. Este abolengo aportó sustancia a la estética que Fernando y Orlando posteriormente desarrollaron en sus respectivas filmografías, y que en el caso de este último constaté bien de cerca, porque fui uno de sus asistentes en Papeles secundarios (1989), para mí su película más contundente.
Puedo decir que con Orlando cerré y abrí muchas interrogantes propias del asistente que quiere ser director, desde el control en la puesta en escena hasta la voluntad estética de no reflejar la realidad, sino expresarla, riesgo que comparte con el Fernando de Madagascar, La vida es silbar y Madrigal (2007). A Orlando, no pocos en la industria, tras bambalinas, lo tildaban de algo así como de «hipercrítico estético», digamos que porque era menos indulgente con las películas que no encajaban con su depurado gusto estético. Además de su exigente dirección de actores, lo recuerdo en Papeles… con una seguridad nerviosa, pero altamente creadora. Años después, luego de algunas situaciones de producción, me llamó para que lo asistiera con su última película, Las noches de Constantinopla (2001), pero al otro día ya debía volar a Caracas para un compromiso docente. En tierra extraña lleva diecisiete años sin filmar, y yo lo apremio para que venga a su país y retome la carrera trunca.
Cuando no existían las escuelas de cine en Cuba, los cursos de formación impartidos por cineastas eran el pórtico por donde había que pasar para entrar a la industria. Y aun cuando podrían aparecer posgrados, la más importante fuente de trasmisión del conocimiento entre los cineastas cubanos siempre se dio entre la jerarquía artística y sus subordinados, directamente en la realización cinematográfica de películas y documentales, además de la animación.
Ese conocimiento, trasmitido por directores, productores, fotógrafos, editores, sonidistas, escenógrafos, entre otros, a sus respectivos asistentes, no solamente nutrió de saberes estéticos, sino éticos y humanistas, tan importantes en la formación de la personalidad artística juvenil. Casi siempre los que debutaban encontraron afinidades que marcarían su obra posterior, de ahí la formación de tendencias, que con no poca dispersión todavía existen, pero que intensamente matizaron la atmósfera creativa del ICAIC de otros tiempos. Por eso siempre aconsejo a mis alumnos que buscan ser directores que, una vez graduados, guarden sus egos y traten de ser asistentes de dirección.
Desde hace algún tiempo entre nosotros esa trasmisión ha sido desplazada, en parte, por las escuelas de cine, pero sigue siendo significativa tal trasmisión, porque también se aprende cine compartiendo con un profesional a bordo del transporte que nos lleva a la locación, o amenidad mediante, en el almuerzo, escuchando «cuentos y anécdotas», igual de sustanciosas que las mejores conferencias que se imparten en FAMCA o en la EICTV.
Tal vez los estudiantes tuvieran más herramientas, las que únicamente se aprenden viviendo en un set de filmación, si existiera la obligatoriedad de que los mejores egresados participaran en los rodajes, al menos en calidad de meritorios de dirección, fotografía, producción…
No obstante, a los jóvenes que han sido mis asistentes de dirección les he dicho que son tataranietos de Titón, y también de Humberto. Probablemente, luego de leer estas ideas lo entenderán mejor.