No hay nada más estéril que contender por un erial, que litigar la sed, la soledad, el silencio y la muerte de los cuales rebosa el Gran Chaco ―territorio yermo de más de un millón de kilómetros cuadrados―, disputado entre 1932 y 1935 por las empobrecidas naciones de Bolivia y Paraguay en una guerra olvidada por el mundo. Pero que la multipremiada ópera prima del director boliviano Diego Mondaca revive como un fantasma triste, macilento, pero pertinente, altamente carcomido por el hambre, la enfermedad, la sed y las carencias, que fueron las verdaderas triunfadoras en esta batalla de mancos.
No hay metáfora más plena de la guerra como reflejo condicionado, y a la vez inútil, de la especie humana, que el páramo, con sus paisajes agrietados y polvorientos que invitan a extraviarse infinitamente, a morir de sed infinitamente. Tal la (re)presenta esta cinta estrenada en enero de 2020 en la sección Bright Future de la edición correspondiente del Festival Internacional de Cine de Róterdam (IFFR), y luego galardonada con los premios especiales de los respectivos jurados del Festival Internacional de Cine de Valdivia y el Festival de Cine de La Serena, ambos en Chile. También obtuvo el premio al mejor director de largometraje latinoamericano de ficción y mención especial de la crítica especializada en el también chileno Festival Internacional de Cine de Viña del Mar. El Festival Internacional de Cine de Gijón, España, en su edición 58 le otorgó el premio de la FIPRESCI al Mejor Largometraje, y en el Festival Latinoamericano de Cine Independiente Bahía Blanca (FECILBBA), de Argentina, obtuvo los galardones también a Mejor película y al Mejor Actor para el protagónico Raymundo Ramos.
Preseleccionada por su país para representarlo en la venidera edición de los premios Óscar, Chaco podrá ser apreciada por los públicos que asistan a la segunda parte de la edición 42 del Festival de Cine de La Habana en marzo de 2021.
Un magro grupo (¿compañía, pelotón?) de soldados bolivianos desanda los desdibujados y polvorientos senderos de una región del Gran Chaco no localizada ni por los públicos, ni por los personajes. Todos, a ambos lados de la pantalla, están perdidos, sin rumbo, asediados por la monotonía y la inercia. Vienen de algún lugar y van hacia algún lugar, pero en el azaroso tránsito van olvidando, y van siendo olvidados por la propia guerra. Son una partida a la deriva, al pairo de la existencia misma. Son náufragos del polvo y hacia el polvo van.
Los lidera un capitán alemán (interpretado por el argentino Fabián Arenillas) que apenas habla español. Más que un intruso —cuyos conocimientos militares europeos poco o nada le sirven en medio de la extraterrestre geografía del Chaco—, es un factor de intenso extrañamiento, prácticamente surrealista. Tan inexplicable en esos lares como la muñeca o maniquí que lleva consigo cual mujer real quizás un consciente guiño a una cinta como el Tamaño natural (Grandeur nature, 1973), de Luis García Berlanga—, que debe ser engalanada y acicalada por el cabo Liborio (Raymundo Ramos) cada noche. Es tan exótico como su referente «real», el comandante en jefe del Ejército Boliviano, Hans Kundt, quien con sus cánones militares prusianos terminara convirtiendo a sus tropas autóctonas en extranjeras en su propia nación. Kundt y su alter ego fílmico son importaciones colonialistas que no enraizaron ni se adaptaron a las circunstancias, sino que intentaron todo lo contrario: transformar lo desconocido, disfrazarlo de «conocido», falsear abiertamente una realidad que terminó engulléndolos, drenándolos, sepultándolos en la amplia tumba de glorias, pretensiones políticas y ambiciones en que devino el Chaco en guerra.
El capitán sin nombre de Mondaca emboza su desazón de marcialidad, su torpeza de gallardía. Asoma, turbio, el fantasma del necio conquistador español retratado por Werner Herzog en su rivereña Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972). El alemán injertado estérilmente en el tronco boliviano se empeña en seguir liderando hacia la nada a su panda desarrapada de quechuas y aimaras, cuyas lenguas maternas ni se preocupa en aprender. La gloria y el pundonor son difusos y huidizos espejismos que lanza la muerte a su regazo para conducirlo a su último minuto. Traza una estrategia de patética retardación de lo ineludible, de autoengaño y suicidio masivo para toda la tropa.
En medio de este juego de deambulaciones, el cabo Liborio busca labrarse una «carrera» desde la sumisión no razonada a todas las apocadas fantasías de liderazgo bélico del europeo, y a todas sus excentricidades. Sin discusión, sin problematización, sin disenso. Pura subordinación. La colonización impregnada en el ADN de un grupo humano sometido, anulado, abatido. La filosofía del vencido. La ambición del derrotado. La alternativa del dócil. La estrategia del recesivo. El suyo es otro callejón sin salida, otro páramo sin senderos ni puntos cardinales.
Liborio encarna la obediencia irracional. Es su mesías mascador de coca. Y las tropas son sus apóstoles y profetas semirrenuentes, pero igualmente mansos y pasivos. El soldado Jacinto (Fausto Castellón), todo un tercer vértice coprotagónico junto a Liborio y el capitán, es la víctima propiciatoria. Es el cordero sacrificial ofrecido a las turbias deidades del Chaco en espera de que devele el camino correcto. Es el sujeto donde se ceba la autofagia de un grupo humano (¿un país?) perdido en sí mismo, y la inutilidad de un extranjero presuntuoso. El alemán le practica una suerte de canibalismo simbólico, convirtiéndolo, ante la pertinaz ausencia de los paraguayos, en enemigo a castigar, en depositario de la desesperación colectiva.
Chaco es una película sobre un grupo humano que más bien está en guerra consigo mismo, liderados por el enemigo, asediado por la legión demoníaca que es (aún no puede conjugarse en pretérito) la colonización, atormentadora del alma latinoamericana con sus venas abiertas, a pesar del medio milenio transcurrido. La guerra del Chaco huele (¿hiede?) a fratricidio, a suicidio. La guerra como peregrinación tortuosa y nihilista, como pérdida de rumbo, como desvío aberrante. La nada como punto de partida y destino. Las praderas sedientas de la interminable región devienen liza y campos de (auto)exterminio.