Y ahora, el final está cerca.
Y entonces enfrento el telón final.
Mi amigo, lo diré sin rodeos. Hablaré de mi caso,
del cual estoy seguro. He vivido una vida plena.
He viajado por todos y cada uno de los caminos.
Y más, mucho más que esto. Lo hice a mi manera.
«A mi manera». Paul Anka
1. Uno de los nuestros
Martin Scorsese, Marty para sus amigos del hampa hollywoodense y neoyorquino, es un gran maestro internacional del arte del cine. También es uno de los más grandes autores de todos los tiempos. La aguda polémica pública suscitada tras sus declaraciones, que aparentemente denigraban el cine de acción y las producciones de superhéroes, no hizo más que ahondar en el proceso de envejecimiento generacional de una hornada de directores del cine que se aprestan a la jubilación forzada por la edad, ese instante incierto en que dejan de ser grandes y útiles y comienzan a vegetar en vida, desahuciados por la industria fílmica, para la que devienen jarrones chinos que no saben dónde poner. Pero no es el caso de Martin Scorsese. Por el momento.
Si bien otros grandes directores ítalo-norteamericanos tiraron la toalla[1], Martin Scorsese, de manera oportuna y pragmática, se ha reciclado, no tanto actualizando su estética autoral, sino adecuando su andamiaje productivo a las exigencias y mediaciones de una industria emergente y potente, la de las plataformas de streaming, en especial Netflix, con su enorme capacidad para hacerle la competencia a los grandes estudios californianos[2], llegando incluso a reclutar para la causa a varios de los más importantes directores del cine contemporáneo, dispuestos a rodar con otras reglas del juego artístico y recreativo.
Cuando casi se cumplían treinta años del estreno de ese clásico del cine que es Goodfellas (Martin Scorsese, 1990), el director vuelve a la carga con otro de sus filmes epónimos, más bien epicúreos[3], donde alcanza a reactivar algunos de los grandes temas de su obra más personal y trascendente, entre otros, la amistad masculina, el deber, la discreción, la fidelidad, incluso también el silencio[4], entidad metafísica insondable, consustancial por contraste a la locuacidad que suelen disfrutar o padecer sus protagonistas, personajes parlanchines que no pueden ni saben callar, aunque les convendría hacerlo, más que todo por respeto al estricto código de conducta asumido como parte de la profesión gangsteril italiana.
El irlandés viene así a continuar, más bien a prorrogar, la carrera de un director de cine que se resiste a ser defenestrado sin antes hacer realidad algunos proyectos postergados, pendientes de ser llevados al fin a la pantalla ahora que el cine comienza a coexistir con una serie de artilugios audiovisuales igual de atractivos, competitivos y novedosos, pero mediados por otras condicionantes productivas y de su distribución comercial en línea.
2. Para bailar casino
La alianza artística con un coloso insurgente de la industria del entretenimiento en línea, sin embargo, no parece haber afectado la capacidad creativa de un autor muy personal, que sin desmarcarse de ciertos anclajes estéticos y éticos, más que habituales y seguros, ha logrado cuajar una carrera espectacular, atestada de grandes clásicos y otras historias menores, no por ello menos acabadas y espectaculares. Es reconfortante detectar cómo Scorsese, a pesar de los contratiempos de la industria y la edad provecta, conserva casi intacta la marca de estilo que lo distingue hace décadas como un director de cine que sabe cómo conseguir que una historia discurra, de manera milimétrica, por ciertos derroteros dramáticos, casi siempre los mismos, abordados de modos diferentes. El suyo es un largo, caudaloso y sinuoso río narrativo, que cerca de su desembocadura, al final de la vida, devendrá en meandros, una tupida red de canales que se entrecruzarán hasta constituir un delta majestuoso de películas que ya forman parte del patrimonio fílmico mundial. Sin embargo, el momento de jubilarse y morir no ha llegado aún para Martin Scorsese, que resucita con un largometraje de ficción que, aunque cadencioso, dispar y sobreextendido, recicla para bien muchos de sus viejos ardides de narrador compulsivo, capaz de llevar, de un extremo al otro de sus vidas, tomados de la mano, a sus personajes protagónicos, sin que se pierdan por el camino, aun cuando puedan llegar a desaparecer, literalmente.
Martin Scorsese es un biógrafo detallista de personajes célebres e históricos que lo son, precisamente, por no constituir nunca un ejemplo de los valores y virtudes ciudadanas que en teoría definen la idiosincrasia y la moral norteamericanas. La ambigüedad ética, el cinismo, la hipocresía, la violencia delictiva que prolifera en los entornos sociales deprimidos vendrían a ser los rasgos que describen la naturaleza humana, imperfecta, pero verosímil, de muchos de los seres retratados en sus largometrajes de ficción, donde los villanos, que lo son y a mucha honra, deambulan atribulados por la necesidad de sobrevivir un día más. Para contarlo. O no. Es lo parece demandar Martin Scorsese a sus personajes. Una confesión antes de recibir la extremaunción. Es una constante en su cine. De ahí el arrepentimiento y tono testimonial, a ratos en primera persona del singular, de esos seres a los que Scorsese, dentro de sus historias, les ofrece la oportunidad y privilegio, no solo de explicar sus decisiones decisivas, para reivindicarse mientras aún respiran, sino también de expiar sus pecados, los que fuesen. Es el ritual impuesto por la tradición judeocristiana, si acaso católica, para luego poder recibir el perdón divino post mortem, una constante metafísica y religiosa presente en buena parte de su filmografía de autor[5].
Ello nos ayudaría a comprender la desesperación existencial de muchos de sus personajes, excéntricos y al borde de la histeria masculina, siempre al límite del abismo y la muerte. Así acaban atrapados en una disyuntiva a ratos espantosa, por ineludible. De un lado, anhelan superar el anonimato y la miseria, dada su condición de pobres de solemnidad. En el extremo contrario, los impele la búsqueda compulsiva del éxito económico y el reconocimiento público a toda costa, aun cuando ello implique la comisión de algunos delitos y pecados espantosos. Es la única alternativa posible que les distinguiría, según su lógica aberrada, de los conformistas y los incapaces que siguen las reglas del juego para apenas conseguir marchitarse hasta vegetar, un día tras otro, por un salario ínfimo, explotados de por vida, en su condición de obreros y trabajadores por cuenta ajena que, no se atreven a ir un paso más allá de las convenciones, leyes y normas establecidas.
Por ello Martin Scorsese quizás sea el narrador fílmico contemporáneo que más veces y mejor haya conseguido aquilatar esa actitud criminal nimbada de una aureola mística trascendente. De ahí la aspereza de los afectos y afinidades íntimas que lo han llevado, una y otra vez, casi siempre por exceso, a indagar en ciertos tópicos que tienen que ver con la articulación, ultraviolenta, de la historia y la idiosincrasia norteamericana, desde la perspectiva observante y participativa de un individuo que ha recompuesto por partes ese patrimonio antropológico común, al que él, en lo personal y en lo profesional, ha tributado una que otra vez con su cine.
Así no es difícil descubrir que más que citarse en diferido, Scorsese anuncia con años y décadas de antelación, aquellas líneas argumentales, dramáticas y narrativas que se entrecruzarán al interior de su gramática cinematográfica, que enlaza y replica un discurso continuo pero no lineal, sino lleno de bifurcaciones, exabruptos y secretos que conectan casi todas sus mejores cintas, unas con las otras, más allá de lo estético y lo visual hasta redundar en lo cíclico temático. El irlandés viene a ser la continuación lúcida de una saga de dramas gansteriles que el director ítalo-norteamericano inició con Malas calles (1973), continuó con Uno de los nuestros y Casino (1995)[6] hasta llegar a Pandillas de Nueva York (2002) y El Infiltrado (2006), que entre todas, y por separado, suponen la rescritura cinematográfica de la historia convulsa de una nación imperativa, pujante, vigorosa, también virulenta, que siempre ha tenido en sus antihéroes y villanos algunos de sus personajes más entrañables e intensos.
Entre otros muchos, Jimmy Hoffa, un actor político y líder sindical de una ascendencia social inimaginable, solo equiparable, en su poder de convocatoria y movilización popular, como bien declara el filme de Scorsese en algún momento, a la del presidente de Estados Unidos de América en el pleno ejercicio de sus funciones públicas. Así de poderoso fue Jimmy Hoffa.
Sin embargo, El irlandés, aunque está basado en anécdotas y sucesos más o menos reales, pero difíciles de probar, detiene su atención principal no tanto en el personaje público, cuyas resonancias llegan hasta la actualidad, sino, en este caso al menos, en un hombre anodino y prescindible, cuya historia trasciende hoy porque él fue la sombra agigantada y tenebrosa de Hoffa. Frank Sheeran, el Irlandés, fue un individuo fiel y servicial, que algún día habrá de traicionar la amistad, confianza y gratitud de Jimmy Hoffa con tal de preservar el respeto y la vida, ante Russell Bufalino, quien hubiese saldado las cuentas pendientes en caso de que aquel no obedeciera el encargo recibido de conspirar para asesinar al amigo en común.
En tal sentido, El irlandés es la biografía no oficial de un individuo siniestro y violento, que solo siendo así logró ascender hasta convertirse en el amigo leal y hombre de confianza de un personaje que precisaba de sus servicios como agitador, asesino, confesor, guardaespaldas, testaferro. Como todo biopic bien armado, es en esencia un ejercicio de memoria afectiva y rejuegos narrativos, donde cuesta mucho separar el heno de la paja. Justo en esa ambigüedad, no tanto argumental ni dramática como genérica y narrativa, es donde descansa la fuerza y épica de un filme convexo y dúctil, que se desplaza sin dificultades, ni escamoteos evidentes, entre el drama gansteril, la hagiografía y el thriller político, sazonado con algunas escenas de violencia naturalista, bien coreografiadas, empleadas más bien como acciones catalizadoras de una trama extendida al extremo y sin demasiado ritmo pero que por ello permite paladearla.
Si alguien esperaba una marcha tan despiadada o vertiginosa como la de Uno de los nuestros, que siempre resultará un paradigma argumental, dramático y narrativo harto difícil de superar, debe haber acabado frustrado. El irlandés es más un buddy film, triangular, y una road movie. Al caso, contada en reversa. Una pequeña galería de tres personajes centrales, cada cual con un cometido específico: ser el bueno, el malo o el feo. Una suerte de roles intercambiables donde al final resulta muy difícil, distinguir cuál sería el atributo de uno o el otro, una vez se comparan y confunden en sus actitudes, comportamientos, opiniones y reacciones viscerales.
Frank Sheeran, el Irlandés, sobrenombre mafioso que lo distinguiría de sus empleadores ítalo-norteamericanos, es un hombre despiadado pero familiar, que trabaja siempre por un puñado de dólares. A veces por muy pocos. En ocasiones, por nada o sí, por la gratitud y el respeto. De Russell Bufalino, su amigo, padrino y protector, que le da entrada a la organización criminal, aun cuando él no sea de origen italiano, con las limitaciones que podrían imponérsele a la hora de integrarse[7].
Se podría afirmar que El irlandés es un largometraje concebido para reunir en pantalla a una tríada de actores tan experimentados y reputados como el director. Como él, atrapados en pleno proceso de jubilación pero no menos aptos para enfrentar el desafío de trabajar juntos por primera vez y a las órdenes de un amigo en común: Al Pacino, Joe Pesci y Robert de Niro.
Si bien los dos últimos eran colaboradores habituales en la carrera de Scorsese, la invitación expresa a colaborar al fin con Al Pacino suponía una propuesta casi imposible de rechazar por ninguno de los tres, que podrían al fin medir sus fuerzas, en el buen sentido de la expresión. El irlandés, aun así, para la decepción de muchos cinéfilos y críticos, no acaba siendo nunca ese duelo de titanes de la actuación que tanto habían esperado, más que nada porque casi todos, los protagonistas, asumen personajes muy alejados de su tesitura dramática acostumbrada.
Si bien Al Pacino es el que menos desentona al encarnar la personalidad exhibicionista y tormentosa de Jimmy Hoffa, un personaje que requería en su caracterización de ciertos rasgos de excentricidad y populismo, de hombre aupado por las masas de criminales sindicalizados, no se puede afirmar lo mismo de Joe Pesci como Russell Bufalino. El Don Apacible[8], alias que lo definiría como uno de los capos más influyentes y poderosos de la mafia ítalo-norteamericana, a pesar de su bajo perfil público, acá aparece tan condescendiente y paniaguado que cuesta reconocerlo, al actor en cualquier caso, algo incómodo dentro del traje de un personaje que obligaba a la contención y el proceder paternal de un hombre con ahijados, pero sin hijos propios. Joe Pesci se adivinaba así atrapado en el dilema de ser un actor iracundo, sanguíneo, acostumbrado al rigor y el ritmo de las acciones intempestivas, aquí obligado a tirar del freno de mano para ofrecernos una actuación, más que amable, descafeinada si cabe.
Robert De Niro sí amerita un análisis exhaustivo en cuanto a la caracterización de Frank Sheeran como el Irlandés. Sobre todo, porque su personaje, amén de ser el protagonista, es también el narrador omnisciente que dosifica y objetiva el acceso relativo a la verdad. A juzgar por lo que establece el libro que sirve de inspiración al guion del largometraje, Frank Sheeran, la persona en sí, que no el personaje interpretado por Roberto de Niro, era un hombre no solo altísimo y corpulento, sino sobre todo muy fuerte e intimidante. En el filme, sin embargo, es difícil suplir esas características netamente corporales por un diseño dramático del personaje que descuida, minimiza o ignora ese aspecto físico[9], para nada prescindible. Scorsese no consigue encuadrar a Robert De Niro, es imposible, como el anglosajón, camionero sindicalista y veterano de la Segunda Guerra Mundial que al final trabajará de chofer, ladrón, recadero y sicario para la mafia ítalo-norteamericana. Aquí entra en juego la variable del experimento visual y técnico que al final condicionó el resultado disparejo del filme. Que no solo tendría que ver con la decisión creativa de un casting excepcional, escogido a dedo, sino con la intención de recurrir a la tecnología para estirar, hasta rejuvenecer, los cuerpos cansados y los rostros ajados de los actores principales, casi octogenarios, que no ayudaban demasiado que digamos, al no poder dar más de sí, aunque lo intentasen de veras, demostrando que los efectos visuales más avanzados no son siempre necesariamente especiales. Por el contrario. Pueden llegar a desdramatizar hasta el ridículo una película al pervertir la credibilidad o verosimilitud de las acciones físicas de aquellos personajes presuntamente violentos, fuertes y jóvenes que, sin embargo, se movían acompasados al ritmo de un vals vienés, en ralentí, o imitando cierta técnica cercana al stop motion con humanos casi seniles.
Sin embargo, el filme arrostraba un albur adicional: el riesgo de la reconversión satírica. Robert De Niro, a su pesar no solo ha sido instigado a homenajearse sino incluso a parodiarse en serio. Él también adelanta, como Scorsese, quizás en contra de su voluntad, lo que podrían ser los argumentos y soluciones de algunas de sus películas posteriores. Que vendrían a constituir apenas algunos guiños intertextuales a filmes antológicos en la carrera del actor neoyorquino, que acaba siendo, tal vez impelido, un mal imitador de sí mismo.
Al respecto todos mencionan Malas calles, Uno de los nuestros y Casino, las tres dirigidas por Scorsese y con la actuación de Robert De Niro, como antecedentes y referencias muy obvias. Sin embargo, en El irlandés es posible detectar algunos homenajes acaso sutiles, en este caso, al primer largometraje de ficción dirigido por el gran actor estadounidense: Una historia del Bronx (A Bronx Tale, 1993).
Las alusiones, bromas y chascarrillos intertextuales incluso llegaron un paso más allá, cuando varios años más tarde Robert De Niro protagonizara otro largometraje menor, dirigido por un muy conocido director del cine contemporáneo europeo, en este caso francés, Luc Besson, realizador de la comedia de acción gansteril The Family (2013), en la que un mafioso acogido al programa de protección de testigos en algún momento sopesa la posibilidad de rememorar su vida a través de una novela autobiográfica y testimonial.
Más allá de la confluencia de los intereses industriales y las voluntades que permitieron que en El irlandés trabajaran juntos algunos de los más grandes actores norteamericanos de su generación, y la del director, el análisis del drama que refleja la historia estuvo contaminado, a partir de cierto momento, por una polémica y revuelo mediático artificial en torno al tema de la caracterización de los personajes femeninos en la filmografía de Scorsese. No solo se le acusaba de hacer invisibles o ningunear a las mujeres que aparecen en sus obras, sino también de adecuarlas arbitrariamente a ciertos estereotipos de la mujer sumisa, incapacitada para valerse al fin por sí misma; sometidas a los caprichos, deseos u órdenes de sus contrapartes masculinas, que a su vez replicaban y perpetuaban el arquetipo del hombre machista, misógino, patriarcal y violento, que no se detiene ante nada ni nadie y está incapacitado para empatizar y entender a sus parejas para luego intentar empoderarlas.
Descuidan, ignoran u olvidan con su reacción que no se puede forzar una representación políticamente correcta de un cierto tipo de personajes, al caso mujeres, que se avengan, de manera impostada, a los reflujos y luchas reivindicativas del movimiento feminista, atenazado por la conquista de nuevos territorios simbólicos desde donde continuar la lucha pero también por la búsqueda, captura y enjuiciamiento público de los culpables a los que responsabilizar del trato vejatorio y violento dispensado por los depredadores sexuales de la industria del cine a cuanta mujer les resultaba apetecible. Sin embargo, Scorsese no es precisamente un autor y director del cine precedido de una reputación terrible al respecto.
Por el contrario. La representación antropológicamente aproximada, casi naturalista, que hace del entorno familiar y social de la mafia ítalo-norteamericana consigue que las mujeres de sus filmes muestren ciertos atributos contradictorios pero válidos, acordes a lo que podría esperarse de un personaje femenino de esa naturaleza. Si bien es innegable que en sus largometrajes las mujeres rara vez se desmarcan del arquetipo de la madre superiora o de la buena esposa en pugna con la amante sediciosa, incluso de la prostituta drogadicta dispuesta a lo que sea, en El irlandés, cuando menos, los personajes femeninos que aparecen ejercen una autoridad moral inexcusable sobre hombres que bien podrían, en teoría, abusarlas.
Las mujeres en El irlandés, por defecto, son de una pasta diferente, no porque conspiren o sean cómplices y compañeras en el crimen con sus parejas, sino porque a su manera castigan, desprecian, ejercen el poder, se imponen, mangonean, prosperan, reprochan, son felices y sobreviven cuando sus maridos caen en prisión o mueren asesinados o de una enfermedad, solitarios y viejos.
Su recompensa y triunfo es justo ese. Ser las jefas de los capos y no un complemento circunstancial en tanto esposas desesperadas o hijas predilectas que guardan silencio o practican el mutismo selectivo ante las atrocidades que cometen su maridos y padres, que también es una forma de imponerse, la de negarles el habla a esos hombres feroces. No son en ningún caso mujeres silenciadas o sordas. Su mutismo es atronador en tanto es asumido como una forma de mostrar su desacuerdo, incluso su desprecio definitivo. Ellas imaginan, intuyen, se inventan o saben la verdad, pero la callan, no porque teman, sino porque saben que están, a su modo, no solo a salvo, sino al mando de la situación. Su poder femenino encubierto se basa en la discreción que practican y las influencias que ejercen sobre sus cónyuges, que las aman, respetan y veneran, a su modo raro.
Un botón de muestra evidente es el de las esposas de Frank Sheeran y Russell Bufalino, que los obligan a realizar brevísimas escalas para fumar y relajarse mientras viajan en coche rumbo al oeste. Es cuando dejan entrever ellas, sin disimular mucho que digamos, la ascendencia que tienen sobre sus parejas masculinas, aquí resignados o sometidos a la autoridad inmanente de sus mujeres. Otro caso sería el de la hija observante y sibilina de Frank Sheeran, que aparenta conocer el oscuro secreto de su padre como el asesino casi confeso de Jimmy Hoffa, una persona muy cercana a su progenitor, pero también a ella, a la que el líder sindicalista desaparecido trataba como si fuera una más de su familia.
3. Caso cerrado
El filme es la biografía cinematográfica de un personaje casi despreciable con el cual, sin embargo, llegamos a empatizar de buenas a primera. Por razones evidentes. Más que todo, su fidelidad ingenua. El irlandés narra el drama crepuscular, familiar y gangsteril de un octogenario obnubilado por recuerdos, que decide hacerse justicia y adjudicarse, confesar, nunca se llega a saber con certeza, sus múltiples crímenes bajo las órdenes de algunos de los más importantes capos de la mafia ítalo-norteamericana, desde mediados del siglo XX hasta bien avanzados los años ochenta, ofreciendo de paso un mosaico acabado, y muy complejo, de las relaciones estrechas e incestuosas entre los que se organizan y conspiran para delinquir a tiempo completo y el poder político que los ampara y usa[10].
En tanto drama gansteril del siglo XXI (junto al wéstern incombustible), es paradigma del género cinematográfico que mejor define la idiosincrasia y sensibilidad artística, cultural y sociológica de los norteamericanos. Los efectos especiales que bien lograron cierto esmaltado epidérmico de los actores, con la chapa tuneada pero el motor original, sin embargo, enrarecieron desde el punto de vista estético y visual la atmósfera de época de un filme atemporal, pero histórico, que bien pudo prescindir de su empleo.
En lo filosófico y lo temático, es una película sobre el arrepentimiento, pero más que nada sobre la culpa católica de los que traicionan, matan y luego se confiesan, antes de recibir un perdón sacramental, postrero e hipócrita. El irlandés discurre sobre los inevitables ajustes de cuentas, la eliminación violenta de la competencia y los socios del negocio, pero también de la imposibilidad fáctica de quebrar el código de silencio típico de la mafia italiana, incurriendo así en la indiscreción que se paga con la muerte.
El irlandés echa en falta en su banda sonora alguna música icónica[11]. Es un filme épico, más por su metraje desmedido que por la intensidad dramática de las acciones contadas, con la parsimonia de un testigo que casi pasa a mejor vida y decide narrarlo todo desde su presente decadente, geriátrico, solitario, de mafioso jubilado y al borde de la muerte, que decide confesar y recibir la extremaunción redentora antes de abandonar el mundo de aquellos buenos muchachos del cual es su último testigo. En cualquier circunstancia algunos querrán asumir el largometraje como el testamento fílmico de Martin Scorsese. Al parecer no será así. Él seguirá haciendo cine del bueno. Por supuesto. A su manera.
[1] Quizás los ejemplos más obvios sean Brian de Palma y Francis Ford Coppola, octogenarios activos que, sin embargo, casi han acabado sus carreras.
[2] La pandemia de COVID-19 ha venido a reforzar la posición preponderante de una industria emergente, la del entretenimiento en la era digital, que desde la esfera de lo virtual se apropia de a poco de grandes cuotas del mercado que históricamente pertenecieron al cine convencional y en una sala a oscuras, amenazado ahora por el cierre indefinido de los circuitos de estreno a nivel mundial.
[3] No se puede olvidar ni perder de vista nunca que Goodfellas es la adaptación al cine del libro Wiseguy, de Nicholas Pileggi, un clásico del periodismo de investigación que, a manera de las crónicas de sucesos, se acercó a la vida de Henry Hill, un gánster norteamericano de origen ítalo-irlandés que a la edad de doce años se incorpora al mundo de la mafia de Nueva York. Es un detalle que no podemos descuidar ya que establece un antecedente estético interesante, en cuanto un autor del cine y director de ficciones, más que rodar un guion original, recurre a un libro a medio camino entre el reportaje y el testimonio. Tampoco es de extrañar. Martín Scorsese ya había colaborado junto a Nicholas Pileggi en el guion de Raging Bull (1980) así como en la adaptación cinematográfica muy posterior de Casino (1995), basada en el libro homónimo del mismo autor. Algo muy parecido ocurrirá cuando transcriba al cine el libro Escuché que pintas casas (I Heard You Paint Houses), escrito por el exfiscal e investigador independiente Charles Brandt, editado y distribuido en España e Hispanoamérica bajo el título comercial Jimmy Hoffa. Caso cerrado. Un dato curioso y casi desconocido del caso es que el padre de Frank Sheeran se dedicaba profesionalmente a pintar casas. Tal cual.
[4] Silencio (Martin Scorsese, 2016) es otra de sus escasas obras donde no se abandona al naturalismo vernáculo de sus gángsters carismáticos. Sin embargo, sus sacerdotes jesuitas tienen mucho en común, aunque parezca inverosímil, con sus mafiosos, sobre todo por esa búsqueda o indagación introspectiva en la naturaleza humana, desde la reflexión del yo automatizado, pero consciente, que duda, miente, muere y simula, pero siempre en nombre de una causa que contiene y a la vez supera al individuo.
[5] El instante del arrepentimiento, del bautizo y la confirmación, de las bodas y confesiones in extremis, también de los entierros y el duelo, son rituales más que recurrentes en el cine de los grandes directores ítalo-norteamericanos. Martin Scorsese no es la excepción.
[6] Un elemental ejercicio de memoria argumental y dramática permite recordar que en la historia que narra Casino el garito de juego ubicado en Las Vegas, y que dirige el personaje interpretado por Robert De Niro, fue fundado con un préstamo proveniente del fondo de pensiones del Sindicato de Camioneros, dirigido durante décadas por Jimmy Hoffa, colaborador estrecho de la mafia ítalo-norteamericana y cuya obra y vida sería retomada, en parte, en El irlandés. Así que casi se podría afirmar que Martin Scorsese es de los autores que deja madurar determinados argumentos que bien pudieron estar en modo larval, encapsulados en otros filmes y guiones rodados con anterioridad, y que son llevados a la pantalla, luego, cuando surge la oportunidad de producirlos.
[7] La cuestión de la ascendencia italiana de los personajes protagonistas y secundarios de los filmes de Scorsese es una cuestión cultural consciente que emerge de una forma u otra en buena parte de sus largometrajes de ficción a lo largo del tiempo. Incluso las confluencias y desavenencias de la comunidad de ítalo-norteamericanos en su interacción directa con otros grupos de emigrantes y sus descendientes directos, en especial los irlandeses, aparecen reflejadas también en Goodfellas, donde el personaje protagónico, Henry Hill, es un ítalo-irlandés, lo que lo incapacitaría para ser iniciado como parte de la organización, aun cuando su madre sea siciliana y él forme parte del grupo de buenos muchachos desde que era niño.
[8] En realidad no es que Joe Pesci actúe mal. En lo absoluto. El problema quizás radica en que estábamos acostumbrados a percibirlo siempre fuera de control, explosivo, orgánico, simpático y siniestro a la vez. Verlo en El irlandés asumiendo el personaje de un hombre duro pero mucho más calmado y reflexivo rompe de cierta forma con el estereotipo y la imagen cultivada de un tipo carismático pero despiadado, el clásico villano con el cual éramos capaces de empatizar más que todo porque destilaba personalidad y encanto. Aquí luce mucho más apagado y dócil, si se quiere, avejentado quizá, por los años y el director, que le baja los humos y la intensidad de su naturaleza histriónica.
[9] Francis Joseph Sheeran, El Irlandés, medía 6 pies y cuatro pulgadas de altura (1.93 metros) y superaba ampliamente los cien kilogramos de peso corporal. En el trabajo de caracterización física del personaje interpretado por Robert De Niro fue necesario, en consecuencia, que este utilizara zapatos de suela alta para compensar así los centímetros que le faltaban y al menos superar a sus compañeros de reparto.
[10] Se precisaría todo un artículo científico o un ensayo para analizar las interrelaciones conniventes entre la mafia ítalo-norteamericana y algunos personajes políticos muy conocidos y de peso, en especial John Fitzgerald Kennedy. Otro aparte merecería, conectado con el asunto anterior, el tratamiento de la conexión y la cuestión cubana como un tema que recorre de principio a fin el argumento desarrollado en el libro, pero también en el largometraje de ficción, donde las alusiones constantes al triunfo del proceso evolucionario de 1959 y el ascenso al poder del señor Fidel Castro Ruz están presentes de manera explícita y recurrente. Apenas iniciado el filme, la primera mención a Cuba, Castro, y los casinos, ocurre antes del minuto cinco, cuando responsabilizan al líder revolucionario de conseguir que el don Russell Bufalino dejase de fumar. Dicha insistencia evidente en el tópico de Cuba vinculada con la mafia encuentra otros momentos de expresión, desde el breve fragmento de un discurso televisado donde el político cubano llega a proferir, en público, a través de imágenes de archivo rescatadas del olvido, y en su habitual estilo de oratoria: «Viva el maestro mártir Conrado Benítez». También la problemática Cuba emerge en las múltiples escenas que recorren la organización logística de la invasión paramilitar por bahía de Cochinos y el posterior asesinato de Kennedy a manos de varios tiradores vinculados con la mafia, algunos de ellos presumiblemente cubanos, hechos en los que Frank Sheeran habría participado al servir de intermediario y transportista de las armas utilizadas en ambos casos.
[11] Quizás el punto más bajo del filme sea el diseño de la banda sonora, a partir de la música empleada, acorde a la época, sin valor dramático añadido en tanto mero acompañamiento melódico y sentimental de la historia, donde los diálogos y discursos, en boca de personajes que no conseguirían ni saben callar, no dejan casi margen a la existencia del silencio como una entidad estética y metafísica con una función simbólica a desempeñar: naturalizar el drama.